Hola de nuevo a todos. Hoy, mientras uno de mis profesores hablaba, yo pensaba en el trabajo que he de hacer para mañana, he estado pensando en una parte que he tenido que eliminar obligatoriamente porque no es acorde con el tema que he elegido para mi monografía, el trabajo más importante (aunque luego no tanto) del Bach. Internacional, pero bueno, no es interesante hablar de estudios ahora.
La semana pasada, hablando con mi antigua profesora de lengua, que ahora me ayuda en la realización de la monografía, tuvimos que acordar eliminar este relato de la selección, ya que no era acorde con el tema.
Este relato tiene como título: Ahora es el silencio, está escrito por Dionisia García, una autora nacida en Albacete pero afincada en Murcia.
He decidido poneoslo aquí para difundirlo un poco, pues sinceramente me encanta, y poquísima gente lo conoce, es un poco extenso, la verdad, pero merece la pena, os animo a leerlo y a comentar qué os parece.
Ahora es el silencio
No Juan, aquí no hay más que cerros; si las nubes se juntan, malo, si no, la boca nos escuece de tanta polvareda.
Cuando termine la ronda en la casa, saldré a traer cerveza. Menos mal que los tiempos han cambiado. Los tiempos, porque nosotros permanecemos estrangulados. Antes era el trabajo, de sol a sol, ahora es el silencio: parece que no nos conocemos. Por las mañanas, al despertar, vigilo tus desperezos, el ademán cansado al subirte el pantalón, como si te pesara ser hombre; después oigo el chocar del agua contra el rostro, y percibo olor a colonia. Antes de abandonar el cuarto me saludas, casi sin mirar, elevando la mano, cual si te fueras en el tren. Ya sola, hundo el rostro en la almohada y echo de menos el beso de otros tiempos, que intento atraer en el recuerdo, para que viva en mí, y me invada aquella ternura. Esfuerzo inútil porque nada será igual. Te has endurecido; ni_ rastro de los años. En ellos, esperaba cada día nuestro encuentro, ocupada en cosas capaces de despertar tu interés. Porque la tierra no importa; tus gustos no andaban en consonancia con el trabajo; eso de que las gentes se agrupan según el medio, vamos a dejarlo: ¿qué tienes en común con Luis el Rijo, o con el Calandrio? Siempre fuiste delicado; recuerdo tu aparición, cuando me trajiste aquel manojo de clavellinas atado con un junco. ¡Qué bien olían! Besé tus dedos, uno a uno. Creo percibir aún, contra los labios, la piel huraña. No te mostraste expresivo, pero supe que te gustaba; eso y otras cosas que no voy a relatar ahora.
Me gusta avivar recuerdos; intento, por otro lado, hacerte comprender que esta época también nos pertenece, y hay que tirar de ella. Verdad es que nuestra juventud se ha mermado; ya no veo alfileres en tus ojos, percibo en ellos cansancio, recubierto por telo blanquecino. No quiero decir que no me atraigan; busco en ellos, una y otra vez, hasta encontrar gotas de picardía; porque lo mío es buscar, construir escalones. Son pequeñas trampas, engaños para seguir... Rosa Munera se viste de rica para esperar a su marido. Esos trajes los utiliza durante la ceremonia del recibimiento. Quienes la han visto dicen que se transforma, que cambia de voz y de maneras. La escena debe ser digna de admiración: él en traje de faena, y ella entre sedas. Así les sorprende Rosalía, su vecina, que no sale del asombro.
Yo no tengo que recurrir a fantasías; lo nuestro es diferente; a ti te gusta pensar, leer el periódico, y sentarte; parece que vas a morir... No me molesta tu des canso sino la falta de azogue en el trato. ¿Qué te ha hecho caer? Nuestro estar es bueno: vivimos. Eso sí, trabajamos para producir, más de cuanto suponen nuestros gastos; ¡que ésa es otra!: trabajar para que otros arramblen. Sin embargo, no me quejo, y mucho menos de ti. Escarbo para saber por qué nuestra voz, nuestros gestos, son solamente un trámite. Cuentan que algunas mujeres se cargan de hijos sin hablar ni gozar. Nunca lo entendí; como tampoco entiendo que se permanezca bajo un mismo techo, para sentirse seguro y acompañado, mientras nos enzarzamos presos en las cosas, sin saber en qué día amanecemos.
Tu desgana no será por los tiempos, que son disparatados, pero no malos para los adelantos y el saber. Maravilloso es que puedan hurgar en el cielo, y que sepamos el vivir de los africanos sin movernos de casa. Lo del cielo es asombroso. ¡Quién lo iba a decir! Como si perder el peso de los pies fuera cualquier cosa. Siglos han pasado, y ha tenido que ocurrir en el nuestro.
Mentira me parece que te hayas quedado seco. Los recuerdos surgen de tu decir. En el barrio de Las Cañas te buscaban cuando hacía falta que alguien hablara. Por la facilidad en explicarte se abrieron caminos para los dos. Hasta las fronteras se allanaron. Si regresamos fue por tu gana. Transcurridos los años, estamos en el lugar donde nacimos. Me sometí a tu decisión, y, poco a poco, te has abandonado extraño.
Cuando silben los primeros vientos del otoño, habremos cumplido la segunda década, desde aquel día hermoso de nuestra boda: laten todavía tus palabras tranquilizadoras, al sentirme temblar entre la gente. Sé que aquello era otra cosa, por eso no pido que me mires con ojos de mozo. Tampoco me gustarían las mismas palabras; pensaría que te reías de mí. Una vez me explicaste en qué consistía tener imaginación; fue en el extranjero, cuando íbamos a la escuela nocturna. No tengo yo palabras. A mi manera, creo que imaginación es eso... buscar. Como Roque el Espigao que, en los últimos años, andaba doblado día y noche por las calles porque temía morir si dejaba de correr y buscar. ¿Buscar qué?: "La vida" -contestaba. Hace días algo parecido ocurrió en la ciudad. Fue en una calle céntrica, a pleno día; no tuve más remedio que detenerme llamada por el espectáculo: un muchacho cantaba, rezaba, o decía versos. Dejé caer unas monedas que rechazó. ¿Por qué cantas? -pregunté. Su sonrisa avivó la mía. Son respuestas de juventud, pero en ellas también estamos nosotros; mientras alentemos hemos de buscarnos, y más en estos cerros.
¡Cuanto camino! Más que episodios parecen vidas dentro de la vida. Juntos aprendimos a beber cerveza en aquellas jarras de Munich que parecían corcioles. Nuestro enganche era fuerte entonces, y después, cuando el cuerpo se te vino abajo, y tuvimos que cancelar para buscar el avío en otra parte. Aquello fue una aventura; entramos en ella cuando no se nos había cansado la vida. Al regresar, te empeñaste en alzar los ahorros en el último hueco de la casa, para seguir con el yugo y el hervor de la tierra; seguir sin alegría. Lo noto cuando llega la noche y te echas al sueño; apareces en la cama desvencijado; tanto, que toco tus sienes para sentir golpes de vida. El aleteo de la nariz me hace percibir que sufres o gozas. Cuando despiertas, vuelves a ser con la expresión marchita. Yo espero. Una mujer de ahora hubiera huido. Muchas cosas me mantienen a tu lado: otras son la costumbre: sé cuándo te duele el tiempo sobre los huesos, cuándo vas a toser, o piensas en política, y te preocupas; sin que por ello hables mal del país y de los que gobiernan. Al contrario, a más crisis más trabajo el tuyo.
Cumples como el mejor. Por eso me duele más tu mudez. Las palabras nos hacen mejores; son la necesidad cuando ya no somos impulso. No hablo de mí; abriste surco en mis ideas con tus enseñanzas: "Siéntate mujer, vamos a hablar un rato; hablar es tan importante como faenar". En ocasiones, leías en voz alta algo que había llamado tu atención, porque esa afición tuya a la lectura viene desde antes de conocernos. Recuerdo que la noche de nuestro primer encuentro me preguntaste: "¿Lees antes de dormir? La pregunta me sorprendió; reí con ganas. Creía que leer era cosa de señoritos; nosotros podíamos sentirnos satisfechos con cuatro garabatos para entendernos. Después he comprobado que se puede llegar a más, con cierto sacrificio. Tú lees, a pesar del trabajo, porque la lectura siempre te ha llamado. Sin maestros ni orientación alguna, lees aquello que tu ser te dice. Un verano, recuerdo, te despistaste, y estuviste durante dos meses leyendo estadísticas. Nuestra información sobre incendios, muertes, accidentes, y otros hechos contabilizados, era de primera. Rosa Munera sentía envidia por mi saber; y asombro. También yo, de mis progresos. Inevitables, por otro lado, porque tan enfrascado estabas que, durante el sueño, me hablabas sobre accidentes de tierra y aire, ocurridos en el mundo cada veinticuatro horas. ¡Cuando no pensé que estabas loco entonces...! Y no lo pensé. Ahora sí me preocupas.
En semejante situación, temo que te pasmes por dentro, y se te deshaga el cuerpo. Porque mientras hablamos nos vamos apañando: echamos fuera aquello que nos estorba, o nos envalentonamos al oírnos. De ello sabes porque has sido hablador, e increíblemente has cerrado el pico. Es de esperar que sea pasajero. No eres viejo, para hacer quiebro tan marcado. Todavía no se agavillan tus huesos: subes la calle "templao" y pechugón, como los barcos. Algunas no parpadean cuando apareces. Las he observado a través de la persiana. Descansan en ti los ojos, las muy... Más les valiera pensar en sus hombres. Ni en el extranjero me permitía esos lujos. Contigo me encuentro plena; de ahí mi inquietud al verte postrado.
A, la par, podremos encontrar solución a tu cansancio: vencer la tristeza, sentirnos uno, en este mundo arisco e impresionante. Hemos de reconocerlo: las cosas que ocurren son nunca vistas. Cuando se haga el recuento, pasados los siglos, hablarán con creces de estos años. Nosotros no contarnos, ni otros que sean más. El mundo sigue su marcha como si estuviera vacío. Tuyas son las ideas que me llevan a concluir. Ahora se han cambiado los papeles: yo hablo y tú callas. Más que eso, miras con la expresión muerta. Cambiaste al cumplir los cincuenta años. Algunos, a esa edad, hasta son políticos. No te entregues, hombre, vivir a rastras nos hace amargos. Además, las enfermedades de tristeza quedan para los ricos. Tú tienes que salir al tajo, echar cuerpo en ello. Si el ánimo se seca, las fuerzas se aflojan, y estas tierras nos pertenecen en sus cosechas. Subido en la maquinaria, pareces un rey, mientras aplastas y revuelves el secano. Tu mirar, a veces, me reprocha la aparente euforia. ¿Crees, tal vez, que campaneo todavía? Desde que Genoveva nos dejó, la casa está sombría. He de luchar contra tu amargura y su ausencia. Los hijos duelen. Se fue porque sufría al vernos _ extraños Cuesta seguir. El brío no es el mismo; también yo noto el cuerpo': tengo años; pero quedan edades, y hay que aventar la vida mientras estemos en pie, como los árboles. Si supieras mis luchas... Muchas veces voy al ensanche para respirar, y contarle a nadie cuanto me pasa, mientras oigo zurear las palomas, y buscarse. Al regresar soy otra.
Antes cantabas; si lo hicieras ahora, abrirías caminos, y tu voz, mantenida, llegaría a mi necesidad. Mañana...
- ¿Quién habla en esta oscuridad? - Soy yo Juan, acércate.
- No veo. Enciende.
- Qué falta hace la luz.
- Hablabas sola; y a oscuras. Desde el umbral oí mi nombre, y otras cosas. ¿Por qué?
- No sé, para desahogarme. - ¿Estás llorando?
- Temía por tu vuelta.
- ¿Dónde estás? Enciende.
- La luz es un estorbo, Juan, acércate a mi voz.